jueves, 8 de diciembre de 2011

Esa delgada línea entre los libros de autoayuda y todo lo demás hace un rato dejó de existir.



(por favor burlémonos de mí)

porquería sagrada

El ejercicio consiste en colgarse de la consigna como de un salvavidas en medio del océano de lo desconocido. El bañero pasea en lancha y dice que no sabe nadar. Y en la quietud, y en la comodidad, el termómetro se enfría. ¡Siga el baile! ¡Ay, horrible, imprescindible sinceridad! Este pecho es este nudo y éste es el nido de la idea de Fulano. ¡Ay! Sí. Paprika es esa muchacha histérica que llevás en vos.

Es quien intenta, mientras vos paseás tranquila en bicicleta por las plazoletas de tu imaginación arbolada, treparse a tus espaldas, por la fuerza, y te arroja -vehículo, esqueleto y espiritualidad- a las mismísimas profundidades del carajo.

Una y otra vez, Paprika asoma por una ventana. Desespera, mira y se vuelve a esconder. Escudriña con hambre de ver lo que tiene hambre de ver. Los pelos se le erizan, abominables calambres amedrentan sus músculos, sus partes, sus lunes, sus martes.  
Paprika no sabe descansar.

Yo también soy ella. 
Duermo abrazada a una almohada imaginando que es una persona. Me miro en cada espejo que encuentro. Me observo largamente. Quiero ser linda. Recuerdo a Fulano en cada pequeño momento feliz. 
Lo siento en la brisa, lo evoco en la alegría y la tristeza. 
Le dedico los silencios más profundos. 

Yo soy una gatita mimosa y tranquila. Pero cuando salgo de mi letargo agridulce y sentimental, para subirme, otra vez, al tren de la colectividad y la costumbre, contraigo un poco mucho de Paprika.
Entonces, asomo una y otra vez por la ventana de la realidad. Redacto epopeyas grandiosas sobre la vida feroz que me tiraniza y reduce a la pobre cucarachita solitaria que suelo ser. Soy la misma tragediógrafa que me eligió víctima favorita de las peripecias estúpidas del severo, importante dolor.
Exagero, por supuesto. De gala visto mi sufrimiento; en el país de los lamentos, pues, el mío es Rey. 
¡Oh, Tuerto!

En la ciudad de Mendoza, en octubre, mientras duró el Encuentro de Letras y nuestro placer de foráneos visitantes, la célula madre de una canción de Sui Generis hizo cuchita en mi cabeza. Ya estuviésemos entrando a una ponencia sobre Haroldo Conti, nos encontrásemos tomando una siesta en la sombra generosa de un árbol, o nos viéramos ocupados en la tarea de emborracharnos en el patio del gimnasio, yo cantaba desde el alma: ¡Bienvenida, Casandra! 
Uno de esos días, mi mamá me llamó por teléfono para informarme que mi familia había adoptado a una paloma malherida que encontraron en la vereda. El nombre con el que la habían bautizado era Casandra. 

¿Me atrevo a ser la tuerta entre las ciegas de mi alma?