Estoy en un prado. El cielo es lila y rosado, veteado y bello. Las estrellas fulguran, lo engalanan. En el horizonte no veo nada. Todo es planicie alrededor. A mi derecha, unos pocos pinos amontonados. Altísimos, sus crestas deprimidas los dibujan cabizbajos, en pena. Enfrente mío, un aljibe de piedra gris, granulada. Visto una falda multicolor, por debajo de las rodillas, entre coya e infantil. Mis medias cancanes también son multicolores, pero la falda es un vestido. Tengo grandes zuecos de madera. Siento la brisa. Soy alta y delgada. Detrás de mí, lo desconocido. La incertidumbre. No me volteo. Oigo un saxo lejano que traza las frases primeras de un tema de Louis Armstrong.
Quiero ver dentro del aljibe. De pronto, soy alta. ¡Muy alta! Cada vez crezco más. Permanezco frente al aljibe, pero a mis ojos se ve cada vez más pequeño. ¡Diminuto!
Quiero ver dentro. Me agacho, me inclino sobre mis rodillas. Progresivamente me achiqué. Soy pequeña, de menor estatura que el aljibe. ¿Trepo? Pasan libélulas volando al lado mío, vienen desde detrás. Son del tamaño de una paloma, quizá más grandes. Atraviesan el aire estremeciendo las briznas. El viento sutil me eriza la piel. Tengo frío.
"¿Tenés bolsillos?", me pregunta mi Testigo.
Sí.
"¿Hay algo adentro?"
Sí.
Es pequeño y redondo, pesado. Es una brújula pero recién ahora lo sé.
"¿Te podés subir a una libélula?"
Monto una, pues. Ligeras, ascendemos. Quería ver dentro del aljibe pero ya subimos demasiado. No importa. Surcamos los aires por entre nubes que parecen humo de cigarrillo. Creo que dentro del aljibe había una luz. Estamos enfrente de un globo aerostático mediano, color ocre. En él viaja un hombrecito. Es un arlequín con algo de mimo. Viste un traje rojo y negro, liso. Rojo es el hemisferio izquierdo y negro es el derecho, desde mi punto de vista. Tiene tres grandes botones rojos. Usa un gorro como de ruso. Tiene círculos rojos pintados alrededor de los ojos. Mi Testigo me pregunta si puedo hablar con él. El arlequín y yo no nos entendemos. Sin cruzar palabra, con las miradas está todo dicho. Él piensa que soy extraña y yo pienso que es un boludo. Ninguno tiene interés en el otro.
Me alejo. Ahora, más todavía en las alturas sobre mi libélula y sin noción prácticamente de la tierra, nos encontramos con un ave grande y majestuosa. Milenaria. Es azul claro. Su nombre es Benicio. Me acerco. Mi Testigo me pregunta si puedo hablarle. El arlequín me generaba curiosidad. Benicio me obnubila. Su mirada es inmensa, sabihonda y serena, como un océano. Benicio no se comunica con palabras. Lo acaricio. Es magnético. Tomo cierta distancia y veo que lleva un collar de piedras preciosas. Tomo una, la del centro. Es firme, templada y sólo apenas más menuda que mi corazón. Ahora flota en el aire frente a mí. Es completamente espejada, con reflejos tornasolados. Se ve más grande. Creo que alentada por mi Testigo, observo la superficie de la cara principal. Otras caras son más pequeñas, tiene muchísimas aristas. Allí está Sofía. Su rostro es color índigo, con pecas redondas y amarillas, uniformemente distribuidas. Tiene el pelo castaño con bucles, y ojos turquesas, aguamarina, verdemar, turquesa otra vez. Me mira. Yo también tengo el pelo largo. Ella está decepcionada conmigo.
"Lo siento", dice mi Testigo. "Decile 'Lo siento'".
Lo digo.
Ella estira su mano por fuera del espejo y la sostiene derecha. Apoyo la mía sobre la de ella, la diestra. Tregua.
Ahora, caigo. Mi vestido es aerodinámico, la falda amortigua mi caída de forma que desciendo como levitando.
Las pestañas del arlequín eran turquesas.
Yo me llamo Lucía.