"Vituperante el diecinueveañero."
Volviendo al tema (supuestamente hay uno). La familia me cuenta entre sus miembros y los estómagos fueron colmados alegremente. Tomé un vaso de cerveza y dos de vino. Mentira, al revés, pero me salió decirlo así.
Sentí que, en la conversación, estuvimos muy cerca de transgredirnos. Hablábamos de las cotidianeidades del hablar. Pero, mis sospechas me dicen, hablábamos sin saberlo. Y aún en el no saber, o, incluso, en mi conjetura de un saber que no hace saber de su saber (a saber, el saber que se sabe y no le hace al otro saber que se sabe saber), le tendimos pequeñas trampas graciosas a la conciencia. En directo, nos vimos de soslayo, unos a otros, las cotidianeidades del hablar, como quien le ve a un desprevenido el asomar del calzón. Una extraña muerte feliz concurrió a la ceremonia del lenguaje. Y el gusanito dentro mío quiso decir que, a veces, hablar le parece en esencia ridículo, y por tanto, a veces, le parece que deberíamos hablar un hablar ridículo conciente, por decisión, pero para expresar semejante ridiculez le fue preciso hablar, y eso le pareció algo muy vituperante y justo entonces se achanchó.