Cuando entré a la pieza, por algún motivo, pensé en "The logical song" de Supertramp. Echada en el colchón, monté mi lógica en la corriente de aire fresco del ventilador y dije adiós. Entonces, oí el eco lejano de una radio. The logical song. Me levanté y senté a escribir esto, que quería ser, quizás, sobre la conciencia de dos dolores y la conciencia de un misterio, que quería ser, quizás, sobre alguna duda particular y, en general, sobre algunos convenios, no lo sé.
En el camino de regreso desde el videoclub hallé una pluma de paloma en el suelo. Esto me remitió a todos los momentos significativos recientes en los que, también, hallé una pluma de paloma en el suelo y la levanté. Levanté esta pluma, pues. Recordé, a su vez, que el día de ayer iba caminando por Urquiza, sudorosa bajo el sol de verano que hacía arder el pavimento, y también encontré una pluma, pequeña y grasienta, de tonos castaños.
Ésta se diferenciaba de todas las demás. No parecía ser de paloma, de ninguna manera. El momento en que mi camino y el de dicha pluma se cruzaron, como era de esperar, también se diferenció de todos los demás momentos en que mi camino se cruzó con el de plumas de palomas. Yo venía por la calurosa Urquiza de la tarde de ayer pensando seriamente sobre la vida, sopesando inminencias de un futuro en gestación, a conciencia salida un poco de la consideración exclusiva del presente, o, quizás, más que nunca en esa consideración.
Estaba renegando de mi propia cordura escrupulosa, cuando, a unos metros, vi un hombre canoso en motocicleta que se alejaba por Urquiza, en la misma dirección que yo, y que, mirando sobre su hombro, me saludaba con una mano. Ante semejante gesto inesperado, le dediqué una simpática carcajada y correspondí el saludo. El hombre desapareció en la distancia.
Cuadras después, mi reflexión se había amenizado. Mientras mi cabeza se ocupaba ahora en tender una alfombra de flores sobre el horizonte de la jornada, algo me hizo reparar otra vez en una motocicleta. Era el mismo hombre canoso, estacionando sobre la vereda. "¿Vamos?", me decía, dando unas palmadas a la parte trasera de su asiento. "No, no. Otro día", solté con franca amargura, sin detenerme por un instante. El hombre insistió un poco más y me siguió unos metros. Ante el callejón sin salida de mi espalda hirsuta y el rechazo inmutable que mi espalda pronunciaba, el hombre se resignó y retomó su camino.
A continuación, mi andar se pobló de pensamientos sobre la gente y las sorpresas que nos deparamos entre nosotros. Recordé que Sasa había dicho una vez que la locura creativa y, en mi caso en particular, la risa, rúbricas personales de quien se abre un poco de los márgenes de lo establecido (para acomodarse mejor en los márgenes de lo no tan establecido), descolocan a la gente, desconciertan.
"La vida es un concierto. Por favor, no desafines."
Ésas fueron algunas de las palabras que Mariano recitó del pequeño libro de sabiduría de bolsillo anoche, luego de que el sol hubo caído y drenado con su puesta mi angustia, y Tobías y yo, de pies descalzos sobre las sábanas y con los ojos de la imaginación abiertos, confeccionamos una lista de menesteres imprescindibles para viajar a la estrella Betelgeuse cuando seamos más grandes.
Ésta se diferenciaba de todas las demás. No parecía ser de paloma, de ninguna manera. El momento en que mi camino y el de dicha pluma se cruzaron, como era de esperar, también se diferenció de todos los demás momentos en que mi camino se cruzó con el de plumas de palomas. Yo venía por la calurosa Urquiza de la tarde de ayer pensando seriamente sobre la vida, sopesando inminencias de un futuro en gestación, a conciencia salida un poco de la consideración exclusiva del presente, o, quizás, más que nunca en esa consideración.
Estaba renegando de mi propia cordura escrupulosa, cuando, a unos metros, vi un hombre canoso en motocicleta que se alejaba por Urquiza, en la misma dirección que yo, y que, mirando sobre su hombro, me saludaba con una mano. Ante semejante gesto inesperado, le dediqué una simpática carcajada y correspondí el saludo. El hombre desapareció en la distancia.
Cuadras después, mi reflexión se había amenizado. Mientras mi cabeza se ocupaba ahora en tender una alfombra de flores sobre el horizonte de la jornada, algo me hizo reparar otra vez en una motocicleta. Era el mismo hombre canoso, estacionando sobre la vereda. "¿Vamos?", me decía, dando unas palmadas a la parte trasera de su asiento. "No, no. Otro día", solté con franca amargura, sin detenerme por un instante. El hombre insistió un poco más y me siguió unos metros. Ante el callejón sin salida de mi espalda hirsuta y el rechazo inmutable que mi espalda pronunciaba, el hombre se resignó y retomó su camino.
A continuación, mi andar se pobló de pensamientos sobre la gente y las sorpresas que nos deparamos entre nosotros. Recordé que Sasa había dicho una vez que la locura creativa y, en mi caso en particular, la risa, rúbricas personales de quien se abre un poco de los márgenes de lo establecido (para acomodarse mejor en los márgenes de lo no tan establecido), descolocan a la gente, desconciertan.
"La vida es un concierto. Por favor, no desafines."
Ésas fueron algunas de las palabras que Mariano recitó del pequeño libro de sabiduría de bolsillo anoche, luego de que el sol hubo caído y drenado con su puesta mi angustia, y Tobías y yo, de pies descalzos sobre las sábanas y con los ojos de la imaginación abiertos, confeccionamos una lista de menesteres imprescindibles para viajar a la estrella Betelgeuse cuando seamos más grandes.