viernes, 16 de marzo de 2012

Solanum Tuberosum


Sólo puedo hablar de cosas pequeñas y estoy encaprichada con la idea de que no conozco nada; soy muy caprichosa y a la vez muy vulnerable a mis caprichos, lo cual, por lo general, no constituye una linda combinación. Obedezco a mi propio infantilismo: me hago caso, me sigo la corriente, me creo lo que digo. Pero objetivamente. Objetivamente -a esta altura de mi desconche declaro que no ostento la más remota noción de qué son lo objetivo, lo subjetivo y lo neutral (lo neutral es subjetivo)-, sé, reconozco, entiendo, me formulo, entiendo, acepto y afirmo que decir que se me pasó el tren a los veintiún años es una pelotudez desproporcionada. Desproporcionada con respecto a qué no sé. ¡Es una pelotudez soberana! Soberana de qué sí sé, soberana de mi comportamiento. Y me atrevo también a sostener, corajuda de mí, que decir que se me pasó el tren a cualquier edad es una pelotudez. Decir que se me pasó el tren, a cualquier edad, me parece una pelotudez. ¿Más afirmaciones convincentes de las que valerme, para construirme un marco teórico piola, en este corte y confección de premisas que puedan llegar a serme útiles, en este manotazo imbécil por salvar mi vida o mi granja de ilusiones, en este encabronado intento de desmantelar el ejercicio diario de la mediocridad bien disimulada? La tristeza ya no va. Realmente estoy escasa de máximas y de confianzas vigorosas en esta noche débil, pero si de mis pobres confianzas escasas puedo rescatar una, ésa es la ya especificada. La tristeza ya no va. Un día, hace muy poco tiempo, simplemente, entendí mi tristeza de siempre. La que me acompañó desde antes de los orígenes de mi memoria. La entendí y listo. Chau, no más. No más lamento de fondo, no más polvareda constante bajo la alfombra de mis ánimos. Un día simplemente la entendí y la dejé partir. Ya está, lo nuestro ha cumplido su ciclo. No era tan difícil notar que algo más había alrededor tuyo. Algo más que tu mera mención o tu mera presencia, o la conciencia de tu presencia o la conciencia de tu mención. Tu aura anunciaba con delicadeza estéril, en los oídos taponados de mi cómodo intelecto de conversación de sobremesa, que había algo más. Con algo más me refiero a una causa. Una raíz. Encontré tu raíz. A veces cuesta hablar con la gente y que un buen número de personas (un buen número es aquel que no le pega bofetazos a otros números. ¡Carajo!) se ponga de acuerdo en un concepto. Quiero decir, si la consigna es teorizar sobre la realidad, el primer paso es decidir el suelo firme sobre el cual hacerlo. Un suelo que es una decisión. Entonces. Un suelo que siempre ha sido barro. Bueno, que un número bueno, que un buen número bueno se ponga de acuerdo en un concepto. ¡Ni siquiera digo discutir! Para discutir algo, primero es preciso acordar que existe. Acordar que existe una raíz de las cosas, por citar un ejemplo. Que las cosas tienen una raíz. O una semilla. Pero por más sola que me quede en mi cátedra sobre el tubérculo de los problemas o la zanahoria de las personas, seré empedernida por vocación y me asiré de este concepto. Me seguiré la corriente y creeré ciegamente en este concepto. Que los tubérculos tienen problemas y que las zanahorias son personas.

Por lo tanto, queda establecido que cualquier manifestación de la idea de que se me pasó el tren, a cualquier edad y en cualquier idioma, es una pelotudez. Y que la tristeza ya no va. Y que existen los tubérculos. Y si existen los tubérculos, tal vez deba de aprender que han de ser comestibles, y de ser comestibles, está la posibilidad de que sepan grandioso, y de pronto, además de su grandioso sabor también cabe sugerir que - listo, ya estamos. Los establecimientos están hechos. Mi bitácora de papel me espera en mi cuarto. Pero no podré dormir en mi cama porque está enterrada debajo de mi ropa. Es decir que mi cama es una raíz, una semilla o un tubérculo. Hablando en serio. Los establecimientos han quedado hechos en cuanto a que la afirmación sobre el tren carece de validez. No puedo obedecer a esa idea. Por más de que en alguna esfera absolutista del entendimiento del mundo se conciba que esa afirmación puede ser o es certera, yo he decidido (y la decisión es un tópico aquí, y para mí, sumamente importante) que voy a ser congruente con lo que me conviene. Es decir, si el montaje de un sistema de pensamiento determinado favorece en mí la puesta en acción, y si consolida y fortalece esa puesta en acción, pues adhiero a este montaje. Aunque no sea más que eso. Cualquiera sea el montaje, siempre y cuando se trate de uno conciente. Aquí esta noche, ¿qué castillo estoy levantando? Ya apunté un par de premisas. En un momento, y por un breve pero significativo lapso, mi proceso de escritura desvió mi voluntad de su camino hacia la resolución y la distrajo en la atractiva tarea de la escritura recreativa, la escritura por delectación. Una escritura cuyo único fin es conformar un sistema en sí misma, y un sistema cerrado. Un sistema que sólo dialoga consigo. Pero la intención original, la intención que abrió en primer lugar este archivo de wordpad y comenzó a mover mis manos sobre el teclado, era la intención de dar inicio y constituir exitosamente un circuito abierto. Una corriente de energía que se comunicara con la realidad operante. ¿Cuál es mi realidad operante? (La terminología que manejo es propia de una analfabeta de la filosofía y las ciencias del lenguaje, al punto de no ser siquiera una terminología) Mi realidad operante es estar sentada escribiendo. Punto y aparte.